Wednesday, July 31, 2013

Me regalo con la lluvia

Hace mucho que no escribo, sencillamente porque no me inspira nada o -en buen mexicano- porque no me da la gana. Así de simple. Pero leí un hermoso tributo a un ser querido y a la lluvia. Es ésta, la lluvia, la que me hace escribir estas líneas.<>Siempre que llueve me parece que es la forma en que Dios me hace un guiño, solo y exclusivo para mí. Es su manera de decirme “te quiero, mi gordita linda”, de mimarme. Salgo de casa y veo las gotas a veces lentas caer; otras veloces y agresivas y solo atino a decir: “Gracias por este regalo” y me voy a trabajar con una alegre sonrisota.<>No sé cuándo me hermané con la lluvia. De adolescente recuerdo salir de casa descalza a caminar por mi barrio (o si se podía por media calle descalza y con el pelo suelto). Claro, mi familia y vecinos me tachaban de loca. Si alguien me preguntaba adónde iba tan empapada, a mí se me ocurría responder: “A la tienda de doña Equis, a comprar maíz para hacer palomitas”, tienda que quedaba a unas seis cuadras de mi casa. Improbable tarea en medio de la tormenta, pero a mí me daba la excusa de caminar un buen trecho y luego devolverme a casa. Alcanzaba a ver a los niños risueños como yo, jugando a las carreras con sus barquitos de papel por los riachuelos que se hacían al borde de las aceras.<>En los primeros meses de mi embarazo, soñaba con frecuencia que el bebé gestándose en mi vientre era hembra, nunca varoncito. Desde muy temprano y mucho antes de que mi obstetra lo confirmara, yo sabía que estaba formándose una niña en mi improbable útero, que seguramente se llamaría Valentina (nombre que en lo muy íntimo, me suena muy mexicano, cosa importante para mí que vivo en los “Llunites”). En uno de esos sueños, se da una prolongada lluvia veraniega; el día es cálido y no deja de llover. Las gotas de lluvia se desparraman en medio de la abundante luz estival. En eso, como cuando adolescente, tomo mi niña de meses y la saco a la lluvia conmigo. Empiezo a dar vueltas y a reír feliz con la bebita en mis brazos. Mientras giramos le explico que siempre querrá saber el origen de su intenso amor por la lluvia y que no se podrá explicar porque ese gusto está naciendo en este momento en que yo, su madre, estoy dando “borrachinas” con ella cuando apenas tiene unos meses de nacida.<>Termina nuestro juego y me meto a casa a cambiarla y le digo: “Veamos si serás Luis o Luisa (porque además sabía que mi bebé, sin importar su género, llevaría el nombre de mi padre campesino). Le explico que no tendrá palabras para explicarse el amor por los variados grises del cielo y sus tormentas porque ese placer se está originando muy lejos aún de tener el don de la palabra.<>En fin, el artículo que leí de Alma Delia Murillo dedicado a su abuela Paz me hizo recordarme como hija y hermana de la lluvia. Y sí, yo también pido abundante lluvia, el lejano día de mi muerte y si por ahí anda mi Valentina que gire y gire bajo mi mojado amparo y que luego se siga regalando con a la vida.<>

Wednesday, June 19, 2013

Sí, ¡no es fácil ser mamá!

Es difícil ser la madre de una joven de 14 años. Las exigencias, las expectativas. Casi siempre sabemos sobrellevar las cosas. Pero cuando peleamos, el descubrir que ella y yo compartimos algunas características no es el más útil ni el más reconfortante de los descubrimientos. La terquedad y el orgullo por ejemplo; el silencio inmediato en la que cada una nos refugiamos.
No me molesta ser su chofer, el rol  al que se me ha reducido en estos días, eso y la expectativa de que escupa dinero cuando así lo requiera y la proveedora de cuantos “síes” necesite para irse al centro comercial, al cine,  o donde sea que se va con sus amigas.
Tampoco me molesta el tedio de esperarla. Tengo mi teléfono inteligente, mi música y mi lector electrónico para entretenerme en mi coche mientras ella toma la clase de tap, de hip hop, o cualquiera sea el interés que la esté ocupando en su momento.
Quiero que se divierta y que disfrute de las relaciones que está creando con otras muchachas. Quiero que tenga ese sentimiento de pertenencia y de estar y saberse como las demás, no importa cuán transitorias vayan a ser esas relaciones.
Su insistencia en ser y hacer como las demás es una fase extraña, me parece. No sé cuándo vaya a dejarla para que se afirme a sí misma como verdaderamente va a ser; de reconocer  que mientras más singular y única sea, mejor, con todo e idiosincrasias propias.
Pero las dos cosas que más me molestan son estas: sorprenderla en una mentira, no importa cuán inocente, eso me para de pestañas. No puedo tolerar que piense que tiene que ocultarme  la verdad.
Tampoco puedo manejar su pereza intelectual y su falta de conciencia respecto a su posición privilegiada. La habilidad de leer en tres idiomas no es algo que todos podemos hacer. Cuando me pregunta hasta cuándo tendrá lecciones de francés, le respondo que hasta que la vea leer libros en francés por el solo hecho de disfrutar. Su silencio me responde. Últimamente hasta ha dejado de ser sus libros en inglés.
El otro di estuve por castigarla quitándole su teléfono por una semana. Después de las lágrimas y el melodrama de que el mundo se iba a terminar, finalmente acordamos que leería un libro en español durante el verano. ¡Qué alegría volver a tener su aparatito en mano! La tarea pendiente es un poco abrumadora. Lo admito. Mi plan era que lo leeríamos juntas en el curso de un año porque es un libro gordo. Ahora está comprometida con leer, sola y en español,  antes de que comience el nuevo año escolar, el libro con el cual yo me introduje en la literatura universal: Crimen y castigo de Dostoievski.
Deseo que su mente se desborde con preguntas y curiosidad sin fin. Sí, tal vez sea muy anticipado que se pregunte acerca del universo y nuestro pasado social y de saber la importancia de cuestionarlo todo. Pero no soporto la idea de que carecerá de hambre intelectual y de que no habrá de siempre tener la nariz en algún libro.

Sunday, April 21, 2013

Irrompible

No siempre he sido buena hija para mi madre. Ahora soy lo mejor que puedo. Seguro no soy tan cariñosa como a ella le gustaría. Me distancio del contacto físico con ella. No lo puedo evitar. Me esfuerzo por ser respetuosa del precepto bíblico de honrarla. En mi casa tengo una habitación solo para ella. Procuro ser generosa con ella lo más que puedo.

Con todo y a pesar de las ocho décadas que ha caminado sobre la Tierra, es  alegre y luchona. Todavía camina sin ayuda. Aún va y viene entre México, Texas y California.

¿Qué más? Es una fumadora crónica. Su dieta básicamente consiste en tortillas de maíz, queso Monterrey, salchichas de hotdog, chiles Habaneros y Coca Colas. y nohablemos de juegos de azar y de casinos.

La señora es diabética, hipertensa y tiene glaucoma. El comer sanamente nunca fue una preocupación para la gente de su generación y procedencia campesina.

Cuando cedo y la llevo a comprar sus cigarrillos, me detengo para preguntarle: “Sí sabes que esto es lo que te va a matar, ¿verdad?” Responde que sí antes de que le digo: “Mientras quede eso claro…”

Aún me regaña como si fuera una niña chiquita y no en estuviera ya bien entrada en la medianía de mi vida. Y de nada sirve que le recuerde mi edad (como si no supiera). Tampoco le impide decirme que gasto mucho, que nunca ahorro lo suficiente, que mis gustos son muy caros, que compro muchas cosas y que debiera controlar mi predilección por el chocolate.

Ahora mi madre está hospitalizada y me he vuelto una niña llorosa, con ataques de oraciones y lágrimas que preocupan no solo a mi esposo, sino a mí también.
Yo sé que analizo de más tratando de encontrar los motivos posibles de por qué me encuentro tan emocional. Claro, me preocupa la herida de su pierna y su neumonía. Pero sé que estos ataques de llanto tienen que ver más con mi historia que con la de ella.

Tal vez también tenga que ver con el hecho de que desde mi accidente cerebrovascular en 2008, no había estado en un hospital y esto me ha removido todas las lastimosas experiencias por las que tuve que pasar. Puede ser solo eso.

Luego pienso en la historia compartida entre mi madre y yo. Nací a los cinco años de su matrimonio y después de un aborto involuntario. Fue sobreprotectora conmigo y seguro exageró eso de “quererme de aquí al cielo” (yo describo su amor como “pegajoso”).

Ella ahora dice que no tenía idea de lo que hacía; estaba joven y sin educación, sin nadie que la guiara mientras se metía a los siempre enmarañados terrenos de la maternidad. Y yo no fui una bebita fácil. Me dice que lloraba toda la noche y dormía todo el día. Al empezar a caminar entré de lleno y con ganas en mi fase del berrinche. Una compañera comerciante le dijo que me diera una tunda cada vez que yo optaba por tirarme al piso gritando y pataleando, cosa a la que mi madre accedió.

Parece que yo también fui testigo de uno de sus cuatro abortos involuntarios. Ella estaba sola con dos niñas pequeñas y sin idea de lo que le estaba ocurriendo. Parece que indagué por tanta sangre y no supo cómo manejar mi curiosidad.

Luego mi hermana y yo tuvimos que pasar por nuestra bronca con el abandono. Claro, nuestros padres no nos abandonaron. Por unos meses nos dejaron al cuidado de unos parientes mientras esperábamos las “micas” que nos permitirían reunirnos con ellos en Estados Unidos. Pero, ¿qué niño puede procesar tanta lógica? Todo lo que sabíamos y sentíamos era que mami nos había dejado, nos había abandonado.

Este es solo el principio de la compleja relación entre dos mujeres, madre e hija, ambas fuertes, aguantadoras y orgullosas (tal vez yo más que ella). Un cordel escarlata nos une irreparablemente. Este material alámbrico e irrompible está hecho de su “pegajoso amor”, de mi profunda necesidad de ella, de su sangre y mis  lloridos, de sus sufrimientos y mi aceptación de finalmente poder admitir que yo tambien la quiero.

Friday, March 15, 2013

¡No me lo puedo imaginar!

Tres parejas casadas reunidas alrededor de la mesa de mi cocina. La mesa ya está viejita, pero luce alegre por sus losetas de girasoles pintados a manos.
Al principio pensé en ofrecer café con unos panecitos para disfrutar de la camaradería que hemos venido estableciendo en las ocasiones que nos hemos reunido antes de esa tarde de domingo.
Debí haberlo pensado mejor… Muy pronto sobre la mesa están dos botellas de tequila fino, una jarra de café para mí que no debo consumir alcohol y un surtido de bocaditos, mayormente “sobrinas” de la semana.
Luego es cuando el tiempo vuela. Algunos beben sin restricciones; un par de ellos se miden y empiezan a espaciar los sorbitos que le dan a su caballito de tequila.
Muchas risas y bromas. La pareja más joven se pone de pie y baila inspirada una canción norteña y luego un par de canciones a ritmo de salsa sin dar un paso fuera del desayunador. La anfitriona, o sea yo, deseo la habilidad de pararme y bailar también pero me conformo con sentir el agradecimiento por el placer de saberme viva.
Me parece que en mente de los seis está la conciencia de que el siguiente día es lunes, día de trabajo. Uno de ellos se ha convencido de que se reportará enfermo y levanta su caballito para brindar sin culpa ni angustia con todos. Los otros dos varones por uno u otro motivo no tienen que trabajar ese lunes. Las mujeres, bueno, son mujeres y pueden funcionar altamente con una leve cruda y pocas horas de sueño.
Así que la fiesta sigue viento en popa. Las dos niñas están metidas en el cuarto de cine viendo The Perks of Being a Wallflower, la sexta vez para mi hija (!).
Antes de que concluya la noche bien pasada la medianoche, las dos botellas de tequila están ya prácticamente terminadas. Una de las mujeres propone que tomemos turnos cantando lo que llama “canciones de tequila”, que yo entiendo son canciones que uno pide o canta cuando está borracho acordándose de “aquel amor”, todavía está uno dolido, resentido y ardido, es esa canción de un amor inolvidable, sentimiento que uno puede admitir a través de la canción.
La única sobria de la mesa, yo, levanto la mano y digo ganosa “yo empiezo”. En este momento empiezo a buscar las canciones en YouTube mientras los demás buscan la letra de su canción en su teléfono inteligente.
Así que la velada musical empieza con la “Maldición ranchera” de José Alfredo interpretada por Amalia Mendoza que canto sin pena a todo lo que doy con la buena de Amalia. Cada uno cantamos cuatro o cinco canciones.
Mientras participo activamente cantando con todo mundo, no puedo dejar de pensar en el tequila que no me estoy bebiendo y en mi taza de café con la que choco con los caballitos de tequila que se levantan regularmente.
En mi país, el alcohol permea hondamente todas nuestras costumbres. Nos volvemos alegres, parlanchines y extrovertidos cuando tomamos nuestros alcoholes en la justa medida. Pero raramente nos sabemos estacionar en esa justa medida. Cuando la rebasamos (que es lo más usual), nos volvemos tercos, groseros y hasta agresivos, y lloramos por ese amor perdido. Nos vemos tontos y patéticos.
Tan aferrado está el alcohol en nuestra cultura que estoy segura que cualquiera de nosotros fácilmente podemos mencionar seres queridos que hemos perdido al alcoholismo. Los tres hermanos de mi madre fueron o son víctimas del alcoholismo. Mi tío Jorge murió de eso; mi tío Humberto tenía el mismo estilo de vida (pero murió de tumores en el cerebro). Mi tío Ezequiel en sus sesenta es un borracho.
Pero nosotros no somos como ellos, ¡claro que no!
Allí estábamos, alegres y animándonos mutuamente en nuestras canciones. A veces los rostros de la gente de mi trabajo se me venían a la mente y me preguntaba si la gente blanca se emborracha como nosotros. ¿Acaso se toman turnos alrededor de la mesa de una cocina, buscan canciones en YouTube, digamos de Patsy Cline o Johnny Cash, y cantan con mucho sentimiento y muy desentonados? Sencillamente, ¡no me lo puedo imaginar!

Friday, March 8, 2013

Mi hija al piano: mi deber de madre

Otra vez para mi hija
La semana pasada me llevé una sorpresa agradable. Marido y yo estábamos viendo la tele. Un sonido más bien inusual llegó a mis oídos. Le pedí a Marido que pusiera el televisor en Mute y me dediqué a escuchar los agradables sonidos de mi hija tocando el piano.
Desde los cuatro o tal vez cinco años mi hija toma clases de piano.  Reconozco que es más un rollo mío. Me explico:
En uno de nuestros viajes al estado de Washington para la pizca de la manzana, terminamos viviendo en una casita móvil muy mona dentro del terreno de nuestros patrones, cerca de su hermosa casota. Ellos, los Sorensen, eran cuatro como nosotros. Personas muy buenas y afectuosas. El pequeño, Kelly, como de 10, se venía con nosotros cuando mi mamá hacía tortillas de harina y el niño se las comía con mantequilla y mermelada (!), encantadísimo, hasta que un día lo hicimos sufrir la gota gorda dándole una con chile. El pobre Kelly nomás lloraba pero no dejó de comer. La señora le pidió a mi mamá que si le enseñaba cómo hacer las tortillas.
Su hija, como de 14 y cuyo nombre no recuerdo, estudiaba piano. Un día me enseñó a tocar usando solo tres teclas la cancioncita infantil “Mary Had a Little Lamb” en un lustroso piano negro de cola que tenían en su sala. Yo, de 12, quedé prendada del extraño y desconocido instrumento y tamborileaba la cancioncita, yo creo que hasta dormida.
En una ocasión andando por el centro de Wenatchee, resulté jaloneada al interior de una tienda de música, interesada en repetir en uno de los pianos la cancioncita que me había enseñado la hija de los patrones. En eso se acercó el que ahora supongo era el dueño y muy amablemente tomó esas tres teclas y haciendo uso de prácticamente todo el teclado tocó “Mary Had a Little Lamb” convirtiéndola para mis oídos cautivos en una maravillosa experiencia sinfónica.
El piano se convirtió en un secreto e imposible anhelo.
Casi tres décadas después viviendo en un departamento de San Antonio en la lavandería del complejo encontré un anuncio que decía que una tal Nancy daba clases de piano. Cuando me comuniqué con ella y le dije que no tenía piano, me dijo que podíamos empezar con un teclado electrónico. Me compré uno barato y empecé a tomar clases con Nancy que venía al depa a darme la clase.
Por ella supe de un vecino hispano muy amable cuyo nombre tampoco recuerdo. El departamento de este homosexual era un bazar. El reducido espacio era un lugar lleno de cosas asombrosas y exquisitas. Entre ellas un piano alto y recto de madera oscura que, digamos Francisco, me vendió en abonos.  Me lo vendió en $500 y aceptó que le pagara $50 cada mes.
Yo esperaba que me dijera que me llevara el piano en cuanto hicimos el trato pero no. Tuve que esperar los 10 largos meses.
Lo más sintomáticamente neurótico de mí fue el día que bajamos (no recuerdo cómo) MI piano del segundo piso a nuestro departamento. Cuando el piano encontró una pared contra la cual recargarse, yo sintiendo no-sé-qué-ni-con-qué-hondura, me senté en el piso resguardándome como mejor pude debajo del teclado y me solté a llorar muy largamente tocando su madera como si fuera la piel del hombre más deseable de la tierra (digamos Pedro Infante).
Ese piano sigue conmigo. Pero no sé tocarlo. Por unos tres o cuatro años (que no es gran cosa en el mundo de la música) tomé clases aquí en Dallas con dos o tres mujeres pero leer la música se me complica mucho. No sé darle valor a esas bolitas en el papel.
Por uno de los afinadores que ha tenido, sé esto de mi piano: es de caoba hondureña, las teclas son de marfil y ébano, las cuerdas son de cobre y cumplió 100 años en 1997. El dueño anterior o era vegetariano o lo tocó muy poco porque, según me explicó, los carnívoros soltamos aceites a través de la piel que manchan el marfil y las teclas mi piano dada su edad entonces estaban muy blancas. También me dijo que dada la extensión de sus cuerdas, para reproducir su sonido semejante se necesita un piano de cola. Uno de dichos afinadores lo valuó en $2,500.
Jamás de los jamases se me ha ocurrido venderlo. Será de Valentina. Y desde que toma clases se lo ha apropiado.
Valentina estudia piano a regañadientes. Y sé que no debiese  esperar que ella realice que mis anhelos frustrados para yo vivirlos vicariamente peo cuando leí que la música también ayuda a los niños en el aprendizaje y la asimilación de las ciencias exactas, decidí que de alguna forma ella podía esperar que yo encontraría la forma de ayudarla a que le agarre la onda a las matemáticas.
Y nada más por eso es que sigue estudiando piano. ¡Es mi deber de madre!

Friday, March 1, 2013

Mis libros: Como bandera en fiestas patrias

Estoy por terminar de leer un libro ma-ra-vi-llo-so: The Brain That Changes Itself, escrito por el psiquiatra Norman Doidge. Digo que es maravilloso porque se ocupa de explicar a través de varios casos clínicos lo que es la neuroplasticidad cerebral.
Por siglos la ciencia médica operó bajo el entendido de que nuestro cerebro tenía zonas específicas y predefinidas, “localizadas”, para todas nuestras funciones; acá la vista, allá la habilidad motora, esta área de lóbulo equis se encarga de la audición, etc.

En las últimas décadas ese entendimiento se ha venido al suelo casi estrepitosamente, dado que  se ha demostrado que el cerebro es en realidad plástico; es decir, que es capaz de reasignar áreas neuronales para que suplan las áreas afectadas e incapacitadas para cumplir con su función regular. Por ejemplo, una persona ciega empieza a agudizar su audición y las neuronas que antes funcionaban para la vista empiezan a ser reentrenadas para que refuercen la función auditiva de la persona ciega.
En otro caso, Doidge habla de una mujer que nació únicamente con uno de los dos hemisferios. Claro, la mujer tiene varias limitaciones funcionales pero asombrosamente el hemisferio que sí posee ha sabido compensar y asumir diversas funciones que uno pensaría no podría ejecutar dado la teoría “localista” cerebral. Pues no, el hemisferio de esta mujer, gracias a la neuroplasticidad cerebral, hace labores titánicas para que de alguna manera pueda participar así sea de forma limitada en su comunidad.
Es mejor leer el libro. No hay capítulo de desperdicio. Todos los casos evidencian la absoluta maravilla de nuestro cerebro. Si bien es de temática científica, Doidge todo lo vuelve ameno y escribe con sensibilidad, humanismo y de forma muy accesible. Siendo yo una mujer con daño cerebral desde mi accidente cerebrovascular, yo guardo la esperanza de que mi cerebro también con el tiempo irá extendiendo y haciendo uso de neuronas vecinas para recuperar su habilidades ambulatoria y motora.
La esperanza muere al último. Y desde este libro, la mía vuela alto como bandera en fiestas patrias.

Friday, February 22, 2013

Nos guardamos

Pesado y contundente
hace casi un lustro, mi cuerpo,
a pesar de ello,
era ágil y eficiente,
rápido y decidido.
Inseguro de toda la vida
pero se movía hábil y flexible.
Cómo, cuánto lo extraño.
Esta lentitud no me va,
este parsimonioso modo de trasladarme
de aquí a allá me sigue siendo ajeno.
Finjo aceptación y tolerancia
de la que soy ahora
pero me llaman el viento
y las ramas de los árboles;
llaman mi nombre las nubes y las hojas.
Escucho y miro este clamar por “Tita”
imantada y fija en mi torpeza ambulatoria.
Me llaman la arena y las olas;
Me dicen que extrañan mis pies descalzos.
En esta hambruna que padezco
hablo con un Creador, le suplico que se me manifieste
le exijo que me diga: “Aquí estoy, hijita, ¿qué deseas?
-Si eres El creador omnisciente, ¿para qué me preguntas?
-Para constatar que sabes lo que me pides.
-¿Cómo chingados no voy a saber lo que te pido? Te pido
mi cuerpo, el de antes, ese lo quiero otra vez.
Después escucharás mi agradecimiento infinito
y procuraré no molestarte más.
El Creador se guarda en su silencio.
En mi silencio también yo me guardo y le lloro.
Y le lloro.