Friday, March 15, 2013

¡No me lo puedo imaginar!

Tres parejas casadas reunidas alrededor de la mesa de mi cocina. La mesa ya está viejita, pero luce alegre por sus losetas de girasoles pintados a manos.
Al principio pensé en ofrecer café con unos panecitos para disfrutar de la camaradería que hemos venido estableciendo en las ocasiones que nos hemos reunido antes de esa tarde de domingo.
Debí haberlo pensado mejor… Muy pronto sobre la mesa están dos botellas de tequila fino, una jarra de café para mí que no debo consumir alcohol y un surtido de bocaditos, mayormente “sobrinas” de la semana.
Luego es cuando el tiempo vuela. Algunos beben sin restricciones; un par de ellos se miden y empiezan a espaciar los sorbitos que le dan a su caballito de tequila.
Muchas risas y bromas. La pareja más joven se pone de pie y baila inspirada una canción norteña y luego un par de canciones a ritmo de salsa sin dar un paso fuera del desayunador. La anfitriona, o sea yo, deseo la habilidad de pararme y bailar también pero me conformo con sentir el agradecimiento por el placer de saberme viva.
Me parece que en mente de los seis está la conciencia de que el siguiente día es lunes, día de trabajo. Uno de ellos se ha convencido de que se reportará enfermo y levanta su caballito para brindar sin culpa ni angustia con todos. Los otros dos varones por uno u otro motivo no tienen que trabajar ese lunes. Las mujeres, bueno, son mujeres y pueden funcionar altamente con una leve cruda y pocas horas de sueño.
Así que la fiesta sigue viento en popa. Las dos niñas están metidas en el cuarto de cine viendo The Perks of Being a Wallflower, la sexta vez para mi hija (!).
Antes de que concluya la noche bien pasada la medianoche, las dos botellas de tequila están ya prácticamente terminadas. Una de las mujeres propone que tomemos turnos cantando lo que llama “canciones de tequila”, que yo entiendo son canciones que uno pide o canta cuando está borracho acordándose de “aquel amor”, todavía está uno dolido, resentido y ardido, es esa canción de un amor inolvidable, sentimiento que uno puede admitir a través de la canción.
La única sobria de la mesa, yo, levanto la mano y digo ganosa “yo empiezo”. En este momento empiezo a buscar las canciones en YouTube mientras los demás buscan la letra de su canción en su teléfono inteligente.
Así que la velada musical empieza con la “Maldición ranchera” de José Alfredo interpretada por Amalia Mendoza que canto sin pena a todo lo que doy con la buena de Amalia. Cada uno cantamos cuatro o cinco canciones.
Mientras participo activamente cantando con todo mundo, no puedo dejar de pensar en el tequila que no me estoy bebiendo y en mi taza de café con la que choco con los caballitos de tequila que se levantan regularmente.
En mi país, el alcohol permea hondamente todas nuestras costumbres. Nos volvemos alegres, parlanchines y extrovertidos cuando tomamos nuestros alcoholes en la justa medida. Pero raramente nos sabemos estacionar en esa justa medida. Cuando la rebasamos (que es lo más usual), nos volvemos tercos, groseros y hasta agresivos, y lloramos por ese amor perdido. Nos vemos tontos y patéticos.
Tan aferrado está el alcohol en nuestra cultura que estoy segura que cualquiera de nosotros fácilmente podemos mencionar seres queridos que hemos perdido al alcoholismo. Los tres hermanos de mi madre fueron o son víctimas del alcoholismo. Mi tío Jorge murió de eso; mi tío Humberto tenía el mismo estilo de vida (pero murió de tumores en el cerebro). Mi tío Ezequiel en sus sesenta es un borracho.
Pero nosotros no somos como ellos, ¡claro que no!
Allí estábamos, alegres y animándonos mutuamente en nuestras canciones. A veces los rostros de la gente de mi trabajo se me venían a la mente y me preguntaba si la gente blanca se emborracha como nosotros. ¿Acaso se toman turnos alrededor de la mesa de una cocina, buscan canciones en YouTube, digamos de Patsy Cline o Johnny Cash, y cantan con mucho sentimiento y muy desentonados? Sencillamente, ¡no me lo puedo imaginar!

Friday, March 8, 2013

Mi hija al piano: mi deber de madre

Otra vez para mi hija
La semana pasada me llevé una sorpresa agradable. Marido y yo estábamos viendo la tele. Un sonido más bien inusual llegó a mis oídos. Le pedí a Marido que pusiera el televisor en Mute y me dediqué a escuchar los agradables sonidos de mi hija tocando el piano.
Desde los cuatro o tal vez cinco años mi hija toma clases de piano.  Reconozco que es más un rollo mío. Me explico:
En uno de nuestros viajes al estado de Washington para la pizca de la manzana, terminamos viviendo en una casita móvil muy mona dentro del terreno de nuestros patrones, cerca de su hermosa casota. Ellos, los Sorensen, eran cuatro como nosotros. Personas muy buenas y afectuosas. El pequeño, Kelly, como de 10, se venía con nosotros cuando mi mamá hacía tortillas de harina y el niño se las comía con mantequilla y mermelada (!), encantadísimo, hasta que un día lo hicimos sufrir la gota gorda dándole una con chile. El pobre Kelly nomás lloraba pero no dejó de comer. La señora le pidió a mi mamá que si le enseñaba cómo hacer las tortillas.
Su hija, como de 14 y cuyo nombre no recuerdo, estudiaba piano. Un día me enseñó a tocar usando solo tres teclas la cancioncita infantil “Mary Had a Little Lamb” en un lustroso piano negro de cola que tenían en su sala. Yo, de 12, quedé prendada del extraño y desconocido instrumento y tamborileaba la cancioncita, yo creo que hasta dormida.
En una ocasión andando por el centro de Wenatchee, resulté jaloneada al interior de una tienda de música, interesada en repetir en uno de los pianos la cancioncita que me había enseñado la hija de los patrones. En eso se acercó el que ahora supongo era el dueño y muy amablemente tomó esas tres teclas y haciendo uso de prácticamente todo el teclado tocó “Mary Had a Little Lamb” convirtiéndola para mis oídos cautivos en una maravillosa experiencia sinfónica.
El piano se convirtió en un secreto e imposible anhelo.
Casi tres décadas después viviendo en un departamento de San Antonio en la lavandería del complejo encontré un anuncio que decía que una tal Nancy daba clases de piano. Cuando me comuniqué con ella y le dije que no tenía piano, me dijo que podíamos empezar con un teclado electrónico. Me compré uno barato y empecé a tomar clases con Nancy que venía al depa a darme la clase.
Por ella supe de un vecino hispano muy amable cuyo nombre tampoco recuerdo. El departamento de este homosexual era un bazar. El reducido espacio era un lugar lleno de cosas asombrosas y exquisitas. Entre ellas un piano alto y recto de madera oscura que, digamos Francisco, me vendió en abonos.  Me lo vendió en $500 y aceptó que le pagara $50 cada mes.
Yo esperaba que me dijera que me llevara el piano en cuanto hicimos el trato pero no. Tuve que esperar los 10 largos meses.
Lo más sintomáticamente neurótico de mí fue el día que bajamos (no recuerdo cómo) MI piano del segundo piso a nuestro departamento. Cuando el piano encontró una pared contra la cual recargarse, yo sintiendo no-sé-qué-ni-con-qué-hondura, me senté en el piso resguardándome como mejor pude debajo del teclado y me solté a llorar muy largamente tocando su madera como si fuera la piel del hombre más deseable de la tierra (digamos Pedro Infante).
Ese piano sigue conmigo. Pero no sé tocarlo. Por unos tres o cuatro años (que no es gran cosa en el mundo de la música) tomé clases aquí en Dallas con dos o tres mujeres pero leer la música se me complica mucho. No sé darle valor a esas bolitas en el papel.
Por uno de los afinadores que ha tenido, sé esto de mi piano: es de caoba hondureña, las teclas son de marfil y ébano, las cuerdas son de cobre y cumplió 100 años en 1997. El dueño anterior o era vegetariano o lo tocó muy poco porque, según me explicó, los carnívoros soltamos aceites a través de la piel que manchan el marfil y las teclas mi piano dada su edad entonces estaban muy blancas. También me dijo que dada la extensión de sus cuerdas, para reproducir su sonido semejante se necesita un piano de cola. Uno de dichos afinadores lo valuó en $2,500.
Jamás de los jamases se me ha ocurrido venderlo. Será de Valentina. Y desde que toma clases se lo ha apropiado.
Valentina estudia piano a regañadientes. Y sé que no debiese  esperar que ella realice que mis anhelos frustrados para yo vivirlos vicariamente peo cuando leí que la música también ayuda a los niños en el aprendizaje y la asimilación de las ciencias exactas, decidí que de alguna forma ella podía esperar que yo encontraría la forma de ayudarla a que le agarre la onda a las matemáticas.
Y nada más por eso es que sigue estudiando piano. ¡Es mi deber de madre!

Friday, March 1, 2013

Mis libros: Como bandera en fiestas patrias

Estoy por terminar de leer un libro ma-ra-vi-llo-so: The Brain That Changes Itself, escrito por el psiquiatra Norman Doidge. Digo que es maravilloso porque se ocupa de explicar a través de varios casos clínicos lo que es la neuroplasticidad cerebral.
Por siglos la ciencia médica operó bajo el entendido de que nuestro cerebro tenía zonas específicas y predefinidas, “localizadas”, para todas nuestras funciones; acá la vista, allá la habilidad motora, esta área de lóbulo equis se encarga de la audición, etc.

En las últimas décadas ese entendimiento se ha venido al suelo casi estrepitosamente, dado que  se ha demostrado que el cerebro es en realidad plástico; es decir, que es capaz de reasignar áreas neuronales para que suplan las áreas afectadas e incapacitadas para cumplir con su función regular. Por ejemplo, una persona ciega empieza a agudizar su audición y las neuronas que antes funcionaban para la vista empiezan a ser reentrenadas para que refuercen la función auditiva de la persona ciega.
En otro caso, Doidge habla de una mujer que nació únicamente con uno de los dos hemisferios. Claro, la mujer tiene varias limitaciones funcionales pero asombrosamente el hemisferio que sí posee ha sabido compensar y asumir diversas funciones que uno pensaría no podría ejecutar dado la teoría “localista” cerebral. Pues no, el hemisferio de esta mujer, gracias a la neuroplasticidad cerebral, hace labores titánicas para que de alguna manera pueda participar así sea de forma limitada en su comunidad.
Es mejor leer el libro. No hay capítulo de desperdicio. Todos los casos evidencian la absoluta maravilla de nuestro cerebro. Si bien es de temática científica, Doidge todo lo vuelve ameno y escribe con sensibilidad, humanismo y de forma muy accesible. Siendo yo una mujer con daño cerebral desde mi accidente cerebrovascular, yo guardo la esperanza de que mi cerebro también con el tiempo irá extendiendo y haciendo uso de neuronas vecinas para recuperar su habilidades ambulatoria y motora.
La esperanza muere al último. Y desde este libro, la mía vuela alto como bandera en fiestas patrias.